Darwin decía que las especies sobreviven a través de la selección natural. O lo que es lo mismo, no gana el que es más fuerte, puesto que la fuerza dura lo que las condiciones situacionales que la provocan. Gana el que mejor se adapta al medio. Y quizás es por eso que hay días en los que creo que no sobreviviré en este ecosistema. Igual el problema está en mí, o en el espacio-tiempo, que tiene la estúpida manía de cambiar sin avisar con antelación. Así no es justo, no sabíamos a lo que veníamos.
Creo que existe una etapa, entre los cero y los doce años, aproximadamente, en la que se juzga exclusivamente por quien se es, sin importar el cómo. Te hablo de sensaciones, de verdades unidireccionales, de aceptación por encima de la forma, de amor exclusivamente por eso, por las formas. Se dice que los niños son más sinceros y que su cariño es limpio. No creo que lo sea más que el del adulto, pero desde luego sí que es más desinteresado.
Pero de repente algo cambia, se activa una señal que da comienzo al baile de máscaras. La tendencia natural de la sociedad es la de convertirnos en expertos en el uno contra uno, aunque somos más de Tyson que de Messi, prescindimos de la magia con tal de llevarnos a casa la oreja, o hasta el rabo si se puede. Tenemos que ganar la discusión porque de lo contrario hacemos el ridículo. Nadamos en un mundo que premia al que tiene más sin darle importancia al cómo. Somos depredadores de la imagen, asesinos en serie del talento, auténticas fieras cuando se trata de aparentar un quién, livianos como un viernes de rutina pero superficiales. Superfluos. Como el aire que llena un huevo Kinder. Que ni divierte ni alimenta, pero ocupa espacio.
Sin peso no hay gravedad, no hay atracción. Sin interior, el exterior es solo piel y huesos, aire y agua. Creo que a medida que crecemos vamos perdiendo principios a cambio de coser finales. Ay, si Darwin levantara la cabeza.
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