lunes, 12 de septiembre de 2016

Carta a todos mis infiernos

¿Sabes? Yo también colecciono infiernos. Con efe. A veces profundos, a veces, amargos. A veces símplemente son ausencias, sonidos sordos, bocanadas de aire que no llega o, peor todavía, relámpagos de tormentas que, cuando llegan a tierra, quedan solo en lluvias y, cuando quieres abrir la ventana para sentir el olor a tierra mojada, apenas notas una brisa. Lo peor de los infiernos es justamente eso, cuando tienen nombre de ausencias, vacíos. Contra un enemigo puedes luchar, valiente o cobarde, siempre hay una salida. Pero, ¿qué hacer contra la nada? He ahí donde yo me pierdo.

Lo curioso es que me persiguen y los persigo. Que aparecen detrás de cada logro, en los días que preceden a la explosión, en la espiral de cada duda, en la desidia del "no me siento capaz", pero también en el "¡lo hice! ¿y ahora qué?" Es más, te diría que soy adicto a ellos. No me reconozco en la estabilidad constante y plana, como tampoco en la sonrisa afable y férrea. No soy carne del otro día más, no me enseñaron a serlo. Me divierte el miedo, diría incluso que tiene cierto atractivo que le falta a la paz. ¿Qué somos, sino madejas de miedos de colores que aprendemos a ir desenrollando, uno a uno, en la paciencia del día a día, y sabiendo que, en cuanto tengamos un tropiezo, todo volverá a empezar. Pero no importa, funciona así.

Me identifico en el miedo a equivocarme, a no saber esperar, a no estar a la altura o, peor incluso, a superarla y sentirme desubicado. Me encuentro en el miedo a conformarme, a no serme fiel, en el miedo a crecer o, como diría el Principito, en el miedo a olvidar. Me reconozco cada mañana en el miedo a no corresponder lo que recibo, a mirarla y que ella ya no me devuelva la sonrisa. Me pierdo en el miedo a sentirme perdido. Y caigo, y me ensucio, y no hago pie y me sumerjo, y cierro los ojos, y me persigo, y me encuentro, y me atrapo, y me creo, y me crezco, y salgo, y crezco y vuelvo a empezar.

Es entonces cuando descubro que sin mis miedos no sería yo. Y es entonces cuando recuerdo que sin infiernos no sabría valorar lo jodidamente importante que es abrir esa ventana cada mañana. Seguir abriendo los ojos, y que ella aún me devuelva la sonrisa.




No te vayas nunca o volverán las dudas

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