Él no era muy amigo de largos libros que te hacen pensar, ni de sermones profundos, ni siquiera se paraba a leer las noticias sino llevaban un titular enorme; porque decía que si algo de verdad valia la pena, te acabarías enterando tarde o temprano.
Las manos tensas en el bolsillo antes de salir de casa, un sudor frío que comprime la respiración y una mirada que no se detiene en nada que le haga recapacitar. Perdonar es de sabios, pero pedir perdón cuando sabes que está todo perdido, de cobardes; se repetía una y otra vez.
Se abrió la puerta y una bocanada de aire otoñal recorrió cada poro de su cuerpo. La calle se estremecía a las primeras horas de una mañana de martes que presagiaba lluvia y, con toda seguridad, ausencia total de calor. Por dentro y por fuera.
Se escuchaban voces al final de la calle pero quedaban demasiado lejos. Casi como ausente, descenció la avenida principal que desembocaba en la estación de trenes. Una pequeña mochila al hombro vacía de futuro y una chaqueta sin planchar era todo lo que necesitaba para desaparecer aquella mañana. Tal vez la vida regala segundas oportunidades, pero él ya no iba a estar allí para comprobarlo
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