Dicen que hay lugares y personas que nos marcan, que nos representan, donde queremos quedarnos a dormir. Se trata de esas cosas que solo se entienden cuando las vives desde dentro, que determinan tu ADN, igual que el color de ojos o el número de minutos que necesitas desde que suena el despertador hasta que aterrizas en la Tierra. A veces ni siquiera los elegimos nosotros, somos protagonistas pasivos de nuestra propia historia, nos dejamos enamorar y, es por eso, que nos marcan tanto. Enamorar, curiosa palabra. Nunca he sabido definir si realmente te enamoras de una persona o de un lugar, de una sensación. De pequeño creía que el amor era un nombre, sus ojos, su forma de tocarte. Pero la vida me enseñó que el tiempo te puede volver a enseñar esos ojos y que al cruzarte con ellos solo sientas frío. Sin embargo me sigo estremeciendo cada vez que paso por aquellos sitios prohibidos. Aunque ya no esté ella, ni siquiera esté yo. Por esa razón no sé definir lo que es el amor, pero tengo muy claro que sin él no se debería vivir.
Es entonces, cuando no encuentras ni lo uno ni lo otro, donde aparece el abismo, el vacío. La caída libre. Pero lo malo, como lo bueno, se termina. Por definición tenemos fecha de caducidad y todo lo que nos envuelve tiene el mismo sello. De repente suena la alarma y al subir la persiana te das cuenta de que si hemos llegado hasta aquí, es porque merece la pena seguir jugando. Aunque sea un rato.
Lo peor del amor, cuando termina,
son las habitaciones ventiladas,
la adrenalina en camas separadas.
Lo malo del después son los despojos
que embalsaman los pájaros del sueño,
el sístole sin diástole ni dueño.
remendar las virtudes veniales,
condenar a galeras los archivos.
Lo atroz de la pasión es cuando pasa,
cuando, al punto final de los finales,
no le siguen dos puntos suspensivos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario