viernes, 25 de septiembre de 2009
7:35 am
La reina de todas las miradas. Como esa sensación que tienes cuando descorchas el champagne en fin de año, que el mundo se paraliza y te observa mientras el corcho sobrevuela la habitación. Ella era como una fina copa de Moët & Chandon. Bella, sutil, refinada, e inevitablemente inaccesible para un cualquiera como yo.
La noche tenía todo lo que quisiera pedirle, menos aquello que más anhelaba: su calor, su presencia. Realmente, a estas alturas de mi vida, me bastaba con una sonrisa que no fuera forzada o un sencillo ¿Cómo estas? Pero creo que ambos éramos conscientes de lo lejos que quedaba esa situación. Yo para ella no existía y ella se habia convertido en todo lo que retenía después de tanto tropiezo. Era un sueño tonto al que agarrarme. Era ella o el vacío. Me negaba a reconocer que mi vida carecía de una base sólida y creía que amándola en silencio me bastaría para seguir despertándome por las mañanas. Estaba equivocado, otra vez.
-¿Piensas quedarte ahí pasmado toda la noche?
- Pe...¿Perdon? balbuceé.
- Sí. ¿No piensas hacer nada? ¿Te crees que tengo toda una vida para esperarte? No puedo aguantar más esa mirada escondida, ese guiño furtivo, ¿acaso crees que no soy consciente? me parece increíble que tenga que ser yo la que dé el primer paso...
Su voz, dirigiéndose a mi a una distancia tan abrumadoramente corta me había dejado estático, inmóvil, como una figura hierática. De haber abierto la boca lo habría tirado todo a perder, no era consciente de la gravedad del asunto, pero ELLA me estaba hablando, y, además, me exigía una reacción, una respuesta. La besé.
Quizá nunca había sido tan valiente en toda mi vida. Quizá nunca me hubiese atrevido a hacerlo estando sereno, pero ya lo había hecho y, a ella, pareció conformarle mi respuesta. Dejó caer en el bolsilo de mi vieja chaqueta un papel doblado en tres partes, meticulosamente preparado para mí. Nueve dígitos y una palabra que atronaba en mi mente como el eco de un disparo en la media noche: llámame.
Maldije el sonido del despertador de aquella mañana durante el resto de mi vida. Cada vez que me miraba al espejo recordaba ese instante y cómo mi felicidad cayó rodando por el desagüe del lavabo a la par que la espuma de afeitar, en una espiral de sueño y desidia. Había sido un sueño, sólo eso. Bueno no, una pesadilla. Ella seguía tanto o más lejos que antes y mi vida se tambaleaba junto con el vaivén del vagón de aquel abarrotado cercanías que me llevaba a trabajar un día más. Para colmo, era lunes.
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