Un coche avanza bajo la lluvia. Es de noche y se detiene en un portal, no es el suyo, atrona el silencio de fondo y es probable que nadie llegue a bajar. Lo cierto es que acabará arrancando y marchándose a casa antes de que ella salga por la puerta, antes de que el sol le delate ante lo que nunca fue. Tenemos sofisticados sistemas estadísticos que bareman los resultados de cada uno de nuestros actos así como nuestras posibilidades de éxito. Tenemos consejeros, amigos y psicólogos, el listo, el práctico, el dogmático, el existencial. Todos con sus teorías y consejos. Tenemos una lista etérea de todos nuestros fracasos en escrupulosa fila índia pasando reconocimiento antes de un nuevo asalto. Pero, con todo y con eso, volvemos a caer. Volvemos a equivocarnos. Nadie ha sabido predecir el resultado y todo se reinicia, hemos tocado fondo otra vez. Vuelta a empezar. Curioso, ¿eh? En el momento de la colisión siempre estamos solos, los perdones con tu propia sombra saben mejor sin ruido de fondo.
Tal vez podamos dividir el mundo en dos: los que creen que la culpa a todos sus fracasos vive dentro, y aquellos que solo saben buscarla fuera. Irónicamente, en la mayoría de los casos, suele aparecer en el lado descartado.
Quiero que sepas que yo.
Yo te aseguro que estaré donde tú estés, no fallaré,
reservame el mejor abrazo, iré aunque sea descalzo.
Si tu me llames mataré, destrozaré, me arrastraré
como se arrastran los lagartos,
iré aunque sea descalzo, pero iré.
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