Le odiaba. Le odiaba como probablemente no hubiese llegado a odiar antes. Y no hablamos de odio disfrazado de sinónimo de amor barato, hablamos de odio de verdad, del que brama a borbotones por los poros de la piel. Odio como el que se tiene a la oportunidad que no llega, a la entrevista para la que nunca te llegan a llamar. Como a la parada del bus que te saltas sin querer, como al café que te quema cuando todavía dormido no aciertas a abrir del todo los ojos. Odio como a la primera gota de lluvia que te moja la cara, como al primer trago de la copa, como a la arena entre los dedos. Le odiaba como si perderla hubiese sido la antesala del ostracismo, un pasillo de atardeceres donde ya se ha puesto el sol, un porqué sin tilde, un gerundio en tiempo muerto.
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