lunes, 2 de noviembre de 2009
El último tren
Las luces empezaban a apagarse y ya creía que no llegaría jamás. Eran tantas las veces que había visto esos ojos junto a mí que sólo imaginar que tenían ganas de seguir perdiendo su tiempo al lado de este canalla se me hacía extraño, casi inverosímil.
Viernes otra vez, a la hora de siempre aparecí allí puntual como cada semana desde hacía siete años. El tren hacía horas que había reemprendido su marcha tras deshacerse de mí sin remordimiento alguno, sin saber que me dejaba al amparo de mi propia soledad, tal y como aquella tarde de septiembre; pero esta vez más viejo, más feo y desprovisto de toda aquella esperanza de ser feliz.
Algo me decía que ella no iba a llegar, lo intuí ya desde el mismo momento que me subí al tren. Miento. Lo intuí desde que me di cuenta de que su ansiada libertad cargada de sueños pesaba más que todo ese cajón lleno de recuerdos que yo podía ofrecerle. Y no llegó. Harto, cansado de esperar y con prisa, porque se anunciaba el cierre de la estación en breves instantes, emprendí un camino a la deriva que confiaba en que no me llevara demasiado lejos y, que el peso del elixir etílico donde me bañaría esa noche para olvidarla, me dejara estar de vuelta en el primer tren de la mañana rumbo a casa. Debí imaginarlo.
La vi bajar corriendo por la calle principal con el pulso acelerado y zapatos de tacón. Me cogió de la cintura, me besó y me metió en su coche. Sus ojos brillaban como hacía tanto tiempo que apenas podía recordarlo. Era una luz intensa, que casi quemaba cuando la miraba fijamente. Estaban llenos de vida, llenos de amor. Sí, he dicho amor, durante esa noche, y sólo esa noche, ella me amó, estoy seguro.
- ¿Qué pasa?, ¿Dónde estabas?, ¿Dónde vamos? - la atosigué.
- Calla, déjame. No pienses, ya habrá tiempo mañana.
El sábado a las 10 a.m. partía un tren con dirección al infinito, y ella viajaría en él. Ya nada la ataba a esta vieja ciudad ni a ese maldito trabajo impropio para alguien como ella. Sólo había un ápice de cordura en aquella historia: yo. Esa misma noche nos despedimos. Creo que fue la mejor noche de mi vida. Nunca me había sentido así, y sé que nunca volveré a sentirlo. Ella fue como el cielo abierto en mitad de la nada, me hizo sentir la persona más importante del planeta sólo por pasar esas horas junto a ella, aunque sabía que al amanecer la perdería para siempre.
Cuando desperté me sentí más sólo que nunca. El viejo despertador marcaba las 11:05 y la cama estaba vacía. Vacía para siempre. Había sido su última noche aquí, en esta vida, y me la había regalado a mí. Quizá entonces fue cuando supe que me quería, que me amaba de verdad. Quizá entonces descubrí que su alma era tan libre que no podía arrastrarme con ella un sólo dia más. Se había ido y ya no quedaba nada. Entonces sentí frío, el frío del vacío inexplorable, del precipicio al que caes inevitablemente. Un frío que me hizo temblar. Allí me quedé, solo,sin ella, sin aliento, sin vida.
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