Imagina una fina pasarela, un largo y estrecho pasillo que se abre justo encima de la nada. Se precipita ante un abismo infinito. No hay nada delante, no hay nada a los lados, no existe el suelo. Cierras los ojos y levantas los brazos perpendiculares al cuerpo, formando una cruz casi perfecta. No sientes nada. Dejas caer el impulso del cuerpo hacia adelante y apoyas el primer pié. Ya has dado un paso. Ahora el segundo viene seguido de la inercia, y con él el tercero, el cuarto y los demás. Es más fácil mantener el equilibrio con los ojos cerrados, no eres consciente de los factores que te pueden hacer perderlo y sólo piensas en el siguiente paso. Ya van diez y empieza a llover. Sientes las gotas resbalar sobre tus párpados y rodar por tu mejilla hasta perderse. Dicen que cuando dedicas todos tus sentidos a una misma situación, liberas tu mente y descansas de todo lo que tienes en ella. Tus problemas se evaden y sólo importa no perder el equilibrio.
Ahora ya no llueve, empiezas a sentir un calor arrogante. Sientes que algo cálido está cerca, y a cada paso lo notas más intenso, llegas casi a quemarte pero no dejas de andar. Te cojo la mano y de un salto bajamos de la pasarela. Ya no existe ni abismo ni infinito, ni calor ni lluvia. Es un martes cualquiera, suena el despertador y ni siquiera estamos juntos. Marzo y sus mañanas congeladas te invitan a quedarte durmiendo pero el mundo y tus problemas te siguen esperando ahí afuera.
Sólo es un sueño, pero me encantaría cruzar esa pasarela. No pensar, evadirme del mundo y que no exista nada más. A veces siento que el mundo es tan complicado como queramos hacerlo y que si hoy me apetece sacar mis rotuladores y dibujar un paisaje lleno de luz, mañana amanecerá el cielo radiante. Fíjate, todavía creo en los sueños, y eso que los amontono en el fondo de mi armario casi sin abrir. Algún día tendrán valor, estoy seguro.
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