viernes, 14 de junio de 2013

Una historia más.

Ella era difícil, un enigma complejo, una adivinanza que no tiene final. Él lo tenía todo, todo lo que nunca quiso tener.

Contaron abriles al ritmo de una letra de Extremoduro, una de esas que te envuelve cuando eres adolescente y que aunque crezcas no puedes evitar cantar en voz baja cuando suena en la radio. Tacharon noches de invierno de gorro y bufanda, con la sensación de que nunca morirían, seguros de que un parasiempre es un contrato inquebrantable que supera todos los miedos. Era estúpido pensar que algo así podía desaparecer, se tenían el uno al otro, héroes de su propia novela.

Pero la vida no respeta contratos y una mañana se miraron a los ojos sin saber qué había detrás. No quedaba nada de las despedidas, de los portales que les vieron crecer. Ni rastro de cada grito, cada carta, cada mirada de complicidad. Las notas parecían ir muriendo una a una mientras se deshacía la canción.

Nada dura eternamente, todo principio lleva, por definición, un final de la mano. Y fue entonces cuando entendieron el significado de infinito y supieron que pese a todo, lo habían logrado. La vida no se mide en destinos, sino en caminos por recorrer.




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