domingo, 8 de diciembre de 2013

Mil novecientos ochenta y ocho

Es cierto que todos tenemos una historia, y que no por nuestra es mejor, pero sí más bella. Todos tenemos unas marcas de identidad que nos representan, unos cuándo que dan respuesta a la mayoría de nuestros porqués. Y los míos se empezaron a escribir a finales de los ochenta.

Soy de esa generación que creció cuando la tecnología todavía no era una amenaza sino un entretenimiento. Los telediarios no bombardeaban cada tarde con monstruos que se cuelan en la vida de niños y adolescentes a través de las redes, la crisis no existía y las grandes avenidas vivían ajenas a esa mezcla de odio y tristeza que inunda las manifestaciones.

En mi recreo se cambiaban bocadillos de mortadela y cuadernillos Rubio por tazos y cromos, y el rey siempre era quien se llevaba el más valioso. No eras nadie si no jugabas en el equipo del cole y encontrar agujeros en la verja sin que te pillaran los monitores del comedor era una aventura que se pagaba diez veces más cara que cualquier app del playstore. El día no empezaba hasta que se abría la puerta cada mañana a las 8:30 y subías al bus con la seguridad de que tu mejor amigo te había cogido el sitio bueno. Las cuidadoras te ayudaban a terminar el álbum si no la liabas en los trayectos y, con suerte, si venía el conductor simpático ponía ese disco del que nos sabíamos las letras casi como himnos.

Soñabas con ser Raúl, Figo o Rivaldo, en los recreos imitábamos el arquero de Kiko o el avión de Ronaldo y sabías que si te portabas bien y hacías caso, es posible que los reyes trajeran algún juego de la SuperNintendo. Al fin y al cabo con estudiar bastaba para llegar lejos.

La calle era un universo del que nunca querías salir, vivías con esa sensación de libertad incontrolable que solo dinamitaban los deberes para mañana. Mamá era una heroína de la que jamás se dudaba y, como llamasen del cole, prepárate para correr porque sabías que iban a volar zapatillas. No existía la prisa por madurar, sabías que todo acabaría llegando, bien pensado no era tan malo eso de ser niño.

Ahora sientes lo lejos que queda todo aquello pero sabes que valió la pena y, aunque dicen que la sociedad evoluciona y mejora cada generación que pasa, yo no cambiaría esa historia por ninguna.

Y esta canción, queridos míos, es un escalofrío, una bandera, uno de esos cuándos.


Llega el momento, me piro
al filo de la mañana, qué frío.
Que no me he puesto el sayo,
pero me he puesto como un rayo.
Me siento como un esperma en un tubo de ensayo.
Congelado pero vivo.


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