martes, 4 de marzo de 2014

Mi vida sin mí

Es tan fácil como entrar en una vida ajena sin decreto ni ley, resulta sencillo sentir cómo se desvanecen las horas construyendo diques de frágiles silencios que se ahogan con un soplido. Te estremece ver como crece, sientes, gritas. No somos de metal y morimos por una dentada de inquietud, nos derrite el sabor de la novedad desvirgando nuestros recuerdos. Fue tan sencillo como un no a destiempo, una puerta que juega traviesa a no aprender a cerrarse. Sientes cómo el hielo avanza convirtiendo los ríos de palpitaciones en frío sin tapujos, en olor a traición con chicle de menta.

Dicen que adaptarse y aprender a aceptar la realidad nos hace más fuertes y a la vez más humanos. Nos entierra en esa trinchera que nos amedrenta de noche y nos cobija con silencios mal acabados los días de mierda y tormenta. Comienzas a olvidar qué fue aquello que nos hizo únicos, aceptas cambiar la quintaesencia de nuestras vidas por un seguro a todo riesgo que nos evite caídas. Aceptas que ya no volverán las líneas curvas, las carcajadas de madrugada, el temblor en las rodillas. A cambio: una mirada que ya no vuela pero te hace sentir cómodo, una bolsa de pipas y un banco de madera para ver pasar la nostalgia como un tren de mercancías a la deriva. A un lado la ráfaga de viento y al otro la pared. O saltas ahora o morirá el huracán. Pero ya no te importa, hace demasiado tiempo que te autoconvenciste de que es lo que toca.

Pero, por una vez, piensas en lo que pasaría si saltas. Cierras los puños y dejas que la gravedad haga el resto. Te planteas que, para una vida que te ha tocado vivir, mejor equivocarte a tiempo que morir en el intento.



Lonely, lonely.

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